Por: Ángel Bea.
La madurez del cristiano no se basa meramente en el gran conocimiento bíblico-teológico que tengamos, si es que lo tenemos. No necesariamente. La madurez surge y se va adquiriendo a lo largo de la vida, en las distintas etapas y circunstancias que como cristianos vivimos.
Entre otras, una de las características de la auténtica madurez es saber adaptarse a las nuevas etapas o circunstancias que se nos van presentando a lo largo de nuestra vida. Pero adaptarse y responder adecuadamente a cada una de ellas no es algo que sucede de golpe, en todos los casos. Hay situaciones que se ven venir y, de alguna manera nos dejan tiempo suficiente para prepararnos psicológica y espiritualmente; pero hay otras que suceden de forma inesperada. Ya sabemos, las malas noticias de distinto carácter, pudieran llegarnos en cualquier momento. Pero lo cierto es que, en ambos casos, las dificultades nos ponen a prueba y podemos decir, en términos generales, que contribuyen a nuestra madurez y crecimiento espiritual. La cuestión es cómo las enfrentamos y las sobrellevamos y si saldremos airosos de ellas. De ser así, la prueba superada, aunque con ciertas dificultades (¡a veces bastante duras!) contribuye a acrecentar nuestra madurez; de otra forma nuestro estado quebrado y maltrecho, espiritual y emocionalmente hablando podría durar… más de la cuenta. En tal caso descubrimos que no éramos los hombres o mujeres que creíamos ser, con un “gran nivel” de madurez. Dios lo sabía y lo sabe; nosotros no siempre somos conscientes de ello. Quisiéramos que fuera de otra manera, pero el proceso hacia la madurez a veces es duro y doloroso; pero pareciera que es del todo necesario en la vida de los creyentes para nuestro propio crecimiento. Quizás sea esa la razón por la que, en muchos casos nos negamos a crecer, porque no queremos sufrir. Deseamos que todo siga como está, que nada cambie y nos conformamos con el nivel al cual hemos llegado. Sin embargo, bajo la absoluta soberanía de Dios, él permite que pasemos no una sino varias veces por situaciones que, si hubiera dependido de nosotros, las hubiéramos sorteado o impedido sin pensarlo dos veces. ¡Por supuesto!
Es entonces que, sabiendo esto, lo importante es no abandonar; no dejar de reconocer el hecho de que, aunque nuestra propia debilidad y fragilidad nos impidieron estar a la altura de las circunstancias, no por eso somos abandonados por Aquel que nos llamó. Entonces, sabiéndole cercano no se me ocurre otra cosa que decir algo así como: “Lo siento Señor, no estuve al nivel para el cual yo creía que estaba preparado; ¡Perdóname!”.
¿Acaso Dios nuestro Padre, no sabe de nuestra fragilidad y debilidad frente a situaciones que a cualquiera de nosotros nos sobrepasan mucho más de lo que podríamos soportar por nosotros mismos? ¿Acaso él no nos ha prometido Su presencia con nosotros y esa asistencia sabia, oportuna, cariñosa y perdonadora (si es que esa situación necesitaba de tal perdón) cuando estamos en tal necesidad?
En parte, eso fue lo que le pasó a Pedro, discípulo de Jesús. Ante el inminente arresto y muerte del Señor, Pedro se había apresurado a confesar y prometer que estaría dispuesto a dar su vida por él:
“Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte”.
Sin embargo, cuando se presentó la hora de la prueba, Pedro negó a Jesús por tres veces y juró que no le conocía. Esa triple negación con juramento se convirtió en una dolorosa experiencia que le costó a Pedro el derramar lágrimas muy amargas. (Ver, Lc. 22:31-34; 54-62). Luego, cuando Jesús murió y resucitó, si hubo alguna cosa que el Señor tenía en su corazón, (¡como prioridad!) era el tener una entrevista magistral con Pedro y, sin reproche alguno, con todo cariño y ternura (como el mejor, superior y absoluto consejero que era) sanar la herida que tenía en su corazón y restaurarle a un ministerio pastoral. (Léelo, por favor, en S. Juan 21:15-19)
Por tanto, lo que en primera instancia parecía un flagrante fracaso (como algunos de los que nosotros, seguramente hemos tenido) sin posibilidad de restauración (para Pedro, el Señor había muerto y no esperaba ninguna resurrección) el mismo Señor resucitado lo transformó en una posibilidad de aprendizaje singular, con miras al crecimiento hacia la madurez de su discípulo. Pero también tenía un doble propósito: La sanidad de otras almas a través de su ministerio pastoral, tal y como le dijo el Señor por tres veces: “Pastorea mis ovejas”. (Volver a leer, por favor, S. Juan, 21:15-19)
Dicho sea de paso: Tener una “entrevista” de esa naturaleza con el Señor Jesús resucitado es… altamente sanadora, alentadora, restauradora y suele ser un paso de gigante hacia la madurez espiritual, con miras a ayudar también a otros en su proceso hacia la madurez. Por tanto, no es cuestión solo de tener “meros conocimientos” de carácter teológico, sino de conocer personalmente a aquel que es el todo de nuestra teología: el Señor Jesús. Ninguna madurez cristiana se produce al margen de dicho conocimiento.
Sobre el autor:
Ángel Bea Espinosa nació en Fuensanta de Martos (Jaén) pero se crió en Córdoba. A los 21 años (final de 1966) entregó su vida al Señor Jesucristo, después de experimentar por largo tiempo una gran necesidad espiritual y a pesar de que era bastante religioso. Después de una experiencia de 15 años de vida de iglesia y ministerio en la misma, fue encomendado al ministerio pastoral en 1982, con el reconocimiento de los pastores de la ciudad de Córdoba (España). Su formación ha sido autodidacta hasta que, en 2004 comenzó estudios a distancia con UNIVERSIDAD ICI Global en España, graduándose en Biblia y Teología en 2010, celebrando la ceremonia de graduación en el CSTAD (Centro Superior de Teología de las Asambleas de Dios de España).
Ángel Bea es pastor presidente de la Iglesia Evangélica Betesda de Córdoba. También es profesor del CSTAD, donde dicta la asignatura de bibliología a los estudiantes de primero. Está casado con Mª. Dolores Jiménez Vargas. Ambos tienen tres hijas y dos hijos.