EL SÍNDROME DE BABEL

Por: Osmany Cruz Ferrer 

Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra” (Génesis 11:4).

Fue el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, quien ponderó más que ningún otro, que el deseo más profundo de los seres humanos es la necesidad de ser importantes. Sus estudios y las estadísticas parecen darle la razón, pero ¿qué hay con el diseño original? ¿Esa fue la intención de Dios cuando colocó al hombre en aquel exuberante huerto? No me imagino a un Adán queriendo sobresalir poniendo nombres rebuscados a los animales para demostrar a Eva su genio y capacidad. No puedo pensar en una Eva pretendiendo demostrar que la intuición femenina supera con creces a la masculina. No, no puedo imaginar nada de esto, por lo menos no hasta que ambos faltaron a la orden divina de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Desde entonces las cosas han cambiado mucho, para mal y peor.

La enfermedad de “sobresalir” está entre los jugadores de bolsa de Wall Street y también entre los inuit del Ártico. Se ha propagado por el mundo de la política y ha llegado a infestar a muchos evangélicos. Es la pandemia de la vetusta Babel, una desproporcional tendencia a querer ser grandes, a hacerse un nombre y buscar protagonismo a cualquier costo. Puedes no estar de acuerdo conmigo, pero ignorar este problema no nos hará inmunes a su veneno.

Los mejores adalides del protestantismo lidiaron con esta contagiosa enfermedad. Spurgeon tuvo que reconsiderar su vida y ministerio cuando Dios le confrontó con las palabras que se le dijera a Baruc en su día: “¿Y tú buscas para ti grandezas? No las busques” (Jeremías 45:5ª). George Whitefield pasaba largos periodos de oración pidiéndole a Dios que le librara de un espíritu de orgullo que se quería apoderar de su mente y corazón, pues el insigne príncipe de los predicadores al aire libre luchaba con la idea de que era excepcional.

Pablo escribió a los corintios: “Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?”  (1 Corintios 4:7). Aún el mejor de nuestros paladines, es nada sin esa gracia generosa de Dios, todo lo que tenemos lo hemos recibido de él. Por tanto, aquello que logremos debe despertar nuestra gratitud y no nuestro orgullo.

Por otra parte, ¿por qué tanto desenfreno por hacer algo y que los demás se enteren rápidamente? Tal pareciera que, si no decimos a todo el mundo lo que hacemos, entonces no existimos. Hemos llegado a condicionar nuestra relevancia por la aprobación de los demás, y no nos basta el hecho de haber hecho lo que debíamos hacer y nada más. Es el deber cumplido sobrado premio para los que servimos a Dios, no busquemos la aprobación de otros, porque si esto hacemos ya no servimos a Cristo, sino a nosotros mismos (Gálatas 1:10).

La cuestión es que los que buscan hacerse un nombre (y hay muchos de esa especie por ahí), nunca están satisfechos, tienen que seguir persiguiendo ese espejismo, porque se siguen sintiendo pequeños, nunca es suficiente, nunca están a gusto, les obsesiona disfrutar de unos minutos de fugaz gloria humana. Jesús dijo: “Gloria de los hombres no recibo” (Juan 5:41). ¡A ver si vamos captando algunas enseñanzas del Maestro!

Dios nos diseñó para ser útiles, no para ser importantes. Busquemos lo primero, despreciemos lo otro. No emulemos con el mundo, no anhelemos glorias perecederas, alabanzas temporales, aplausos efímeros. Elige tu público, Dios. Vigílate, para no repetir el pecado de aquellos edificadores torpes que pensaban que haciendo una gran torre serían grandes, una torre que al fin y al cabo no tendría ninguna utilidad práctica, ninguna función altruista, era sencillamente un símbolo inservible de su gran vanidad.

Jesús no entra en el negocio de fomentar egos. Con frecuencia se iba a donde nadie sabía, se escondía de los que le buscaban por mera curiosidad, decía lo que otros no querían escuchar, defraudaba a la casta religiosa, llamó zorra a un importante político en lugar de congraciarse con él, rechazó la intención de algunos que deseaban proclamarlo rey y solía encontrar en la soledad de la oración el mejor sitio donde pasar sus mejores momentos.

¿Cuánto nos parecemos ahora mismo a Jesús? ¿Es nuestro cristianismo radical? ¿Qué ofuscación es esta de querer que todos estén contentos con cómo somos y lo que hacemos? Me temo que es el síndrome de la torre de Babel, un desproporcionado anhelo por tener un nombre, una ridícula añoranza por ser alguien.

Como contraposición a ese edificio que intentaron levantar aquellos ilusos de Babel tenemos a Jesús, quien se elevó sobre la tierra en una cruz como la muestra más desprendida de amor y desinterés en sí mismo. Fue su humillación lo que cambió al mundo, fue su sufrimiento lo que derrumbó al imperio de la muerte, fue su sometimiento al Padre lo que puso fin al poder del pecado. Él lo sabía y así lo enseñó: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32).

No son torres privadas las que debemos levantar, sino a Cristo y esto a través de nuestras vidas y ministerios. La cruz es el único camino aprobado para alcanzar trascendencia ante Dios y eso solo es posible si somos disminuidos, es morir a nosotros mismos, es dejar de querer ser grandes para engrandecer a Dios solamente, sin esperar nada porque ya lo tenemos todo.

Sobre el autor:

Osmany Cruz Ferrer es cubano, ministro de las Asambleas de Dios de España. Bachiller en Teología y Biblia por el Seminario de las Asambleas de Dios (EDISUB). Es Licenciado en Teología y Biblia de la Facultad de Estudios Superiores de las Asambleas de Dios (FATES) y Licenciado en Teología y Biblia con ISUM Internacional de Sprinfield, Asambleas de Dios. Actualmente concluye una Maestría con FIET. Ha sido en Cuba Pastor, Director del Instituto Bíblico de Asambleas de Dios, Vicedirector de la Dirección Nacional de Investigaciones Teológicas, presbítero y miembro del Consejo Ejecutivo del Distrito Occidental en La Isla. Desde 2011, Osmany Cruz reside en España junto a su esposa Leydi y sus hijos Emily, Nathaly, Valery y Dylan. En la actualidad desarrolla su ministerio como misionero, pastor, conferenciante itinerante, escritor y profesor titular en la Facultad de Teología de Asambleas de Dios, donde además, es el Secretario Académico y Vicedecano de comunicaciones.

 

 

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